Tomar una decisión, en general, no es tarea fácil. Claro, hay decisiones más sencillas que otras. No es lo mismo tener que escoger un par de zapatos que elegir la carrera a la cual nos vamos a dedicar profesionalmente. Tampoco es fácil por ejemplo tener que decidir entre dejar o no un trabajo o escoger la pareja con la cual vamos a compartir nuestra vida. De cualquier manera y salvando las diferencias, el proceso es básicamente el mismo: reunimos la información pertinente; analizamos una y otra vez los pro y los contra de cada opción; tratamos de predecir y visualizar las posibles consecuencias de nuestra elección, sin dejar de consultar, por supuesto, con expertos, familiares o amigos a ver si a alguien se le ocurre algo que nosotros no habíamos considerado.
No todo el mundo sin embargo sigue estos pasos. Hay unos más afortunados, diría yo, que no tienen ningún empacho en lanzarse a tomar una decisión sin la menor consideración posible o porque no quieren amargarse la vida o porque tienen otras cosas más interesantes que hacer con su tiempo o porque quizás confían, en mi opinión ingenuamente, que todo va a salir bien con la ayuda de Dios y la providencia.
El proceso de decidir, sobre todo si la decisión que se va a tomar es de las “trascendentales” viene acompañado generalmente – por lo menos en mi caso – por un alto nivel de estrés. Es lógico, no queremos equivocarnos y por ello el período de deliberación puede llegar a ser interminable. Nos encontramos a veces dando vueltas sobre el mismo punto, volviendo una y otra vez a las alternativas que ya habíamos descartado y regresando de nuevo a examinarlas todas otra vez. Pareciera que no vamos a salir nunca de esto. Además del estrés natural que este proceso implica, no sé porqué extraña razón lo convertimos en la medida justa de nuestro valor como personas. Si decidimos bien, si el resultado de nuestra elección fue positivo nos felicitamos, nos sentimos orgullosos de nosotros mismos, fuimos razonables, ponderados y sobre todo tuvimos visión y medimos bien las consecuencias. Si en cambio el resultado no fue el esperado, ahí nos cae la culpa encima. Nos reprochamos de una manera cruel y sin descanso el habernos equivocado, el no haber sabido tomar la decisión correcta, o porque nos apresuramos, o porque actuamos impulsivamente o porque no sopesamos con cordura y ecuanimidad – como debe ser – las distintas opciones.
Lo peor de todo esto es que no tenemos otra alternativa: la vida está hecha de decisiones, una tras otra, incesantemente, continuamente, no terminamos de tomar una cuando ya aparece otra a la vuelta de la esquina. No tenemos tregua. El ser humano está condenado a decidir: dar un paso o no dar un paso es una decisión. El no decidir es también una decisión. No tenemos escapatoria.
Foto cortesía de rbieber
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Es muy cierto lo que planteas. Es increible tomar la decision que en un futuro te das cuenta que es la correcta, pero si resulta ser lo contrario, lo que me ayuda es no pensar en el «hubiese» : «si yo hubiese sido abogado…» Me ha ayudado el pensar que cualquiera que sea la decision que uno tome, esta debe ser valorada como la mejor decision que se pudo haber tomado en un momento determinado. De nada sirve pensar en el hubiera…
Gracias por tu comentario Afrodita!
Estoy de acuerdo contigo. Así es. No tenemos garantía de cómo va a resultar la decisión que tomamos. Se tomó en ese momento con la mejor información que teníamos. De nada sirve regresar atrás. No teníamos manera de predecir lo que sucedería.
Gracias por la visita.
[…] en la acción, no pierden mucho tiempo en la reflexión, en la deliberación. Sabemos que tomar una decisión no es tarea fácil pero para el hombre de acción el actuar no es más que la consecuencia lógica de un proceso […]
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